El sujetador que no sujeta ni sostiene, cuando el cuerpo se vale. Que se impone culturalmente.
Era muy niña, cuando mi madre consideró que tocaba. Fue algo nimio. Blanco de tela fina, que a penas tenía cazo. El de pollita. Tal cual.
Hasta que no sufrí una histerectomía, a mis 38 años, que cumplí en el postoperatorio, mis pechos eran pequeños, y capaces de ir sueltos. De hecho, solía no usar el sostén en días de no trabajo. Llevarlo era una norma no dicha. Tenías que evitar su manifestación bajo las capas de ropa.
Me recuerdo con camisetas de tirantes o manga, sin preocupación, en espacios en que la mirada otra me era indiferente.
Salía del pueblo en bicicleta y me liberaba de esa camiseta. Si alguien lo vio, fue discreto o discreta.
Pasaba días de verano, sola en la casa, pero con entorno social, de vecinos y amistades que me arropaban. Eran tiempos de puertas abiertas. La mía cerrada, porque sabía que cuando se manifestara su presencia, quien fuera, ya estaría a un palmo de mí, y yo, en ese tiempo, andaba desnuda si el calor me lo permitía, o sin bragas, en mi vivienda habitual y en la del verano.
Mis padres venían a comer conmigo el domingo, y a traerme cosas.
Con ellos era distinto. Mi madre siempre me dio a entender que entre mujeres no era obligado el recato, pero con mi padre, o mi hermano, debía cubrir mi cuerpo y evitar, incluso estar con ropa interior.
Entonces, en mis años jóvenes, debajo de lo que vistiera, vestido o falda, debía llevar sujetador, braga y faja, y una prenda denominada viso o combinación. Poco después llegó esa prenda para llevar desde la cintura. Todo ello encaminado a evitar dejar a la vista esa carnalidad femenina.
En mi caso tanto da, porque mis movimientos no evitan mi feminidad.
Recato y buenas maneras. Represión.
En casa, siempre liberada de ataduras.
Ahora se caen. Los años no son en balde.